Mexico 360 Noticias

Cómo reconstruirse tras un intento de suicidio: “Antes solo me quería morir para sentir paz. Ahora veo el negro y toda la gama de colores” | Sociedad

11 min


0


“Solo quería dormirme y no despertarme al día siguiente para sentir paz. No quería morirme; quería acabar con un dolor que me hacía sufrir desde hace años, un dolor que perdura y no cesa. No podía más, sentía que no podía, que no tenía ayuda. No veía más escapatoria que quitarme la vida. Pero de ese agujero se puede salir, lo digo porque durante años me vi en un túnel en el que todo era completamente oscuro y ahora, aunque no haya quitado el negro de mi vida, veo toda la gama de colores y me permito tener días grises”. Lidia Cabrera tiene 25 años. Sufrió acoso escolar desde “bien pequeña” y fue diagnosticada más tarde con un trastorno de conducta de alimentación (TCA). Ha tenido tres intentos de suicidio. El último le dejó secuelas —salió en silla de ruedas del hospital― y una discapacidad del 43%. Lo cuenta tres años después, con una serenidad pasmosa. Encontró la fuerza para salir adelante como las otras tres personas que, para este reportaje, han accedido a contar su proceso de reconstrucción. Este miércoles es el día mundial para la prevención del suicidio y el lema de este año es: “Cambiar la narrativa”, para que las organizaciones, la sociedad y los gobiernos puedan entablar conversaciones “abiertas y honestas sobre el suicidio y la conducta suicida”, ya que ha sido un tabú hasta hace poco. El objetivo es “derribar barreras, aumentar la concienciación y crear mejores culturas de comprensión y apoyo”. Se calcula que hay más de 720.000 suicidios al año en todo el mundo y cada uno de ellos afecta de manera profunda a muchas más personas. En España se suicidaron en 2024 (según datos del INE, todavía provisionales) 3.846 personas (en 2023 fueron 4.116; de ellos el 73,9% fueron hombres y la franja de edad más golpeada, la de entre 55 y 59 años). El suicidio es, según la OMS, un problema de salud pública que no depende de una sola causa, sino en el que influyen múltiples factores: sociales, culturales, biológicos, psicológicos y ambientales. La persona que se suicida no quiere acabar con su vida, sino con el sufrimiento que padece. Lo explica así Javier Corral, de 48 años. “Yo quería dormirme para no pensar. En mi caso lo que me salvó fue un pequeño detalle que consiguió desviar la atención de la bola enorme por la que quería irme de este mundo. Un día me quedé tanto tiempo dormido que, al despertar, los dos perros que tenía se habían cagado en casa. Me dije ‘no puedo permitir que mis perros sufran por mí, mientras los tenga no voy a hacer esto’. Evidentemente no dejé de tener pensamientos suicidas, pero me ayudó en ese momento a tener una distracción de lo que me estaba obsesionando y causándome dolor”. Ha tenido dos intentos de suicidio, el primero con 13 y el segundo durante la pandemia. “No tenía familia [se fue de casa a los 18 años] me cancelaron una gira [es actor] y de repente me vi en un piso compartido sin compañeros con los que compartir gastos, sin dinero, sin ayudas, sin trabajo. Mi obsesión diaria era buscar la manera de salir adelante. Estaba en bucle, veía los aplausos en las terrazas para el personal médico y me repetía ‘no puede ser que nadie se preocupe por la gente que se siente sola en casa o se pueda suicidar’. Percibía que el mundo estaba en contra de mí o yo en contra de él, y mi cerebro me dijo: ¿Por qué no te vas, si ya lo intentaste una vez cuando eras niño?“, relata. Ese recuerdo no había salido en 30 años. Javier Corral, fotografiado en el centro de Madrid.Claudio ÁlvarezA veces son solo pequeños detalles los que provocan una reacción, como el que cuenta Corral, que todavía agradece ―y se emociona al recordarlo― la frase que escuchó de su psicólogo, el único, de los varios a los que había acudido anteriormente, que le hizo sentir que estaba en un espacio seguro. “Validó mis emociones, me hizo firmar un contrato en el que me comprometía con él y otras dos personas de mi elección a estipular el tiempo, una, dos, tres semanas, en el que no iba a quitarme la vida. Apuntó su móvil, me dijo que le podía llamar a la hora que hiciera falta. No tuve que hacerlo, pero eso me tranquilizó. Me dijo también, y fue lo que más me ayudó, que, a pesar de tener un reloj en la pared y más citas que atender, no se iría de allí hasta que hubiera terminado de contarle todo lo que yo sentía. ‘No voy a permitir que en mi turno se me suicide una persona”, cuenta. A Jordi Batalla, que tiene 57 años, la frase que le hizo reaccionar se la escuchó decir a su hermano tras el segundo intento de suicidio. “Me miró desde la butaca al lado de mi cama en el hospital: ‘Jordi, confío plenamente en ti y en que puedes salir de esta. Debe de ser muy duro lo que has pasado para llegar hasta este punto, yo ni me lo puedo imaginar, pero confío en ti”. Cristina Espiau cuenta, por el contrario, algo que no ayuda. “Es difícil y complicado para las personas que nos rodean saber qué decir, sobre todo porque en determinadas situaciones en las que mandan los impulsos, ni ves ni escuchas lo que hay a tu alrededor. No ayuda que te suelten un ‘querer es poder’. No, no es así: yo quiero dejar de oír voces, pero por mucho que quiera, no puedo y eso me dificulta mucho el día”, confiesa, un caluroso día de agosto, en el salón de su casa en Barcelona. Espiau, que tiene 25 años, ha tenido numerosos intentos de suicidio y casi 300 ingresos. Sufre un trastorno esquizoafectivo cuyo diagnóstico correcto tardó nueve años en llegar. Eso le provocó un calvario de sufrimiento porque, al tener un diagnóstico equivocado, la medicación también lo era. “Yo nunca he querido morirme, ni planeaba hacerlo; quería dejar de sufrir”, asegura. El diagnóstico acertado le ha permitido tratar los brotes psicóticos y seguir una terapia. “Que yo esté mejor no quiere decir que no tenga voces o que a veces me ponga muy nerviosa, pero la manera como lo gestiono es mucho más sana”. ¿Y cómo se sale de ese agujero? “Para mí hay tres cosas: un buen diagnóstico, con un buen tratamiento ajustado a ese diagnóstico, y la voluntad de uno. Es decir, la práctica diaria de no dejar la medicación y aplicar las herramientas que te dan. Estoy orgullosa de la constancia que le he puesto y el esfuerzo. Es duro, pero se puede”. Cristina Espiau, en el parque de Can Buxeres en L’Hospitalet. Gianluca BattistaJordi Batalla, que tuvo dos intentos de suicidio a los 28 años, separados por dos meses, relata cómo consiguió salir. “Tú no tienes la forma de pedir ayuda. No tienes ni la fuerza ni la confianza para hacerlo. Ni sabes cómo se hace. No hay ninguna salida, solo quieres acabar con el sufrimiento, es un dolor diario en el corazón”. Las palabras de su hermano Ramón, que era su referente, le abrieron “ese punto de luz” al final del túnel. “Hasta ese momento yo había pasado de todo, del psiquiatra, de las terapias, no me interesaba en absoluto porque lo que quieres es marcharte”. A partir de ese momento accedió a trabajar con un psiquiatra que le ayudó a trabajar sus miedos, cuya “razón principal” para él se encuentra en lo que vivió en el colegio Maristas Sants Las Corts. “Allí dentro te criaban auténticos animales, sufres bullying y a la vez lo haces. Me creé una serie de corazas defensivas para sobrevivir. Pero llega un momento en el que no puedes más y al cabo de los años dices ‘yo no soy ese”. Entre las cosas terroríficas que vio recuerda a “un profesor que llevó una pistola a clase y quiso que todos los alumnos se la pasaran de mano en mano” (tenía 12 años), compañeros “colgados del cinturón en las perchas llorando a lágrima viva mientras el profesor se reía” y “cientos de bofetadas”. Jordi Batalla, fotografiado en en barrio del Bon Pastor de Barcelona. massimiliano minocri“Yo vivía con un miedo permanente a todo. Por ejemplo, si mi hermano cogía un avión, yo pensaba que se iba a estrellar. Si oía un ruido en casa, que hay alguien que está entrando. Y así con todo, cada segundo de mi día aparecía un miedo nuevo. El psiquiatra me hacía llevar una lista con mis miedos y al lado de cada uno, me hacía escribir un pensamiento positivo. Por ejemplo, que el avión era el medio de transporte más seguro. Me explicó que vivir con miedo hace que tus pensamientos sean negativos por lo que había que intentar contrarrestarlos con los positivos. Esa lista se fue haciendo cada vez más corta. Me hizo ver que en la vida todos tenemos miedos, pero que se pueden canalizar de una forma que no te hagan daño”. Todavía hoy, dice, cuando aparece alguno, lo placa con un pensamiento positivo. Tiene dos hijas a las que les ha contado sus intentos de suicidio y explicado cómo actuar si ven a un compañero o compañera del colegio que se distancia, se aísla y no quiere salir o hablar. “Esa persona es probable que no sepa ni pueda pedir ayuda. Pedidla vosotros por él a un adulto de confianza”. Lidia Cabrera volcó toda su confianza en recuperar una vida normal y todavía se sorprende al echar la vista atrás y ver el trabajo que ha hecho estos últimos tres años. “Mis atracones y las conductas compensatorias, como ponerme a entrenar cuatro horas y vomitarlo todo, eran imparables. Era mi rutina diaria. Llegó un punto en que no podía controlar absolutamente nada. No sabía lo que me pasaba hasta que, después del segundo intento, en la unidad de trastornos alimenticios, me explicaron qué es un atracón y qué es un TCA”. Después de ese segundo intento, la psicóloga que había empezado a hacerle un seguimiento fue trasladada por falta de personal. “No sabía cuándo me tocaría la siguiente. De la noche a la mañana me quedé sin psicóloga: lo único en ese momento que me hacía pensar que alguien me entendía y me respaldaba”. Seguía tomando medicación, pero nadie le explicó con qué no podía mezclarla, ni cómo funcionaba. “Ahora ya sé que un antidepresivo puede tardar hasta un mes y medio antes de que haga efecto…”. Y añade: “Yo seguía mal pese a la medicación. Dentro de mí, no me perdonaba lo que le estaba haciendo a la gente que quería, pero la otra parte de mí no encontraba soluciones”. En poco menos tres meses llegó el tercer intento de suicidio, que la dejó en coma durante dos semanas. “Cuando fui consciente de lo que había hecho no podía parar de llorar y de pedir perdón por haberme jodido la vida”, confiesa. Cuando le dieron el alta no sabía ni si podría volver a ponerse de pie y a caminar ni volver a trabajar. Hizo ambas cosas [trabaja de integradora social con salud mental]. “Me sigo preguntando de dónde saqué las fuerzas. Supongo que verme que con 22 años estaba perdiendo la capacidad de vivir me hizo cambiar el chip”. No ha vuelto a dejar la terapia, ha aprendido a gestionar “los monstruos” cuando vuelven a su cabeza. Estar enamorada, dice, la ha ayudado mucho también. Cuando está a punto de quedarse sin batería en el móvil, lo primero que hace es avisar a su familia. “Lo han pasado mal, ellos no han elegido el daño que han sufrido”. Jordi Batalla recomienda a familiares y amigos de personas que han tenido un intento de suicidio que, aunque lo hacen para animar, eviten cierto tipo de frases. “¡Pero si tienes estudios, trabajo, amigos, tienes donde vivir!, ¿Cómo es que has dado este paso? Es lo peor que te pueden decir, porque aún te chafa y destroza más. Ya sabemos que esa persona tiene todo eso, pero no se lo digamos, porque si ha llegado a querer matarse, quiere decir que todo lo que tiene no le interesa para nada”. Si necesita ayuda, tiene pensamientos o ideaciones suicidas puede llamar al 024; al teléfono de la Esperanza (717 003 717) o escribir por WhatsApp al 666 640 665. También ofrece asistencia la Fundación ANAR (900 20 20 10).


Like it? Share with your friends!

0

What's Your Reaction?

hate hate
0
hate
confused confused
0
confused
fail fail
0
fail
fun fun
0
fun
geeky geeky
0
geeky
love love
0
love
lol lol
0
lol
omg omg
0
omg
win win
0
win